miércoles, 10 de junio de 2015

REDACCIÓN


LA ANGUSTIA EXISTENCIAL. LA RUTINA.

 

      ¡RING! ¡RING! Suena el despertador. Un “nuevo” día, pero eso es lo único nuevo, el día. Todo lo demás sigue igual, sin novedades, sin sorpresas. La misma rutina de todos los días nos hace levantarnos aún más cansados que ayer, para afrontar un día más duro que el dejado atrás hace escasas horas.

      Amaneces temprano, como siempre, la noche ha sido larga, pero no lo suficiente como para levantarte con las ganas necesarias que requiere afrontar este nuevo día. Te incorporas, te quitas el pijama y te vistes. Te quedas en trance y cuando quieres volver al mundo real te das cuenta que te has puesto la camiseta al revés y piensas: “buah, que bien estaría yo ahora en verano, esto no me hubiera pasado porque todavía seguiría en pijama…” y ahora tu mente se ha ido al verano.

      Ese verano que con tanta ansia te pasas las largas noches de invierno y los florecientes días de primavera esperando como agua de Mayo. Ese verano en el que tu mayor preocupación es que al despertarte un rayo de luz se cuele por la ventana de tu cuarto anunciando que será un genial día de playa, donde disfrutarás en la mejor compañía, la compañía de tus amigos. Pero claro, esto ha sido solo fruto de tu imaginación ya que para el verano aún quedan varias semanas.

      Son las 8:30h de la mañana y dan comienzo las clases. Como si no tuvieras ya poco con ir a clase, a primera hora te toca Historia. La clase en la que más esfuerzo tienes que hacer, más incluso que en Educación Física haciendo deporte o que en Matemáticas resolviendo un problema, este esfuerzo consiste en aguantar despierto, no por el hecho de que te de vergüenza esa momento en el que notas como se te cae la baba del placer, sino por no aguantar la bronca que te caería por parte de la profesora.

      A la siguiente hora tienes examen, al cual llegas muerto por culpa de la clase de historia. Un examen que llevas mucho tiempo preparando y que como no, te sale mal. El resto de las horas se te hacen eternas. Las agujas del reloj no avanzan y no ves la hora de llegar a casa para poder comer.

      Llegas a casa con las ganas de ver que te ha hecho tu madre para comer, e incluso llegas a alegrarte pensando en ello. Bien poco dura esa alegría. Te sientas a la mesa y ves que hay puré de verduras y de segundo pescado. Tu gozo en un pozo. Sientes como que te hubieran subido a las nubes para después dejarte caer y que doliera más. Terminas de comer, te sientas cinco breves minutos que son interrumpidos por un grito de tu madre diciéndote que es la hora de ir a particular. Por si no hubiera sido poco todas las horas que te has tirado por la mañana en clase, ahora te tocan otras tantas en una academia.

      Pasan las horas. Sales de particular y llegas a casa. Cenas y de lo cansado que has terminado te vas a dormir…

      ¡RING! ¡RING! Suena el despertador. Un “nuevo” día…

    

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